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No es hora de llantos, debes, cuando llegue, estar preparado para recibirlo. Te apresuras a vestirte y a calzarte, torpemente, por estar presentable al hacerle frente, sin encontrar las ropas adecuadas para un momento tan solemne. Antes de que consigas ataviarte correctamente, el olvido se detiene, desmonta y amarra su caballo a la reja de tu ventana. Ya nadie lo detiene. No queda otra alternativa que esperar su llamada y hacerle frente.
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Pero el olvido ni llama a la puerta, ni tiene rostro. Sin dejarse ver, igual que un fantasma, atraviesa los muros y se cuela en el interior de tu morada. Con un escalofrío en la nuca producido por una mirada sin ojos, adviertes su presencia. Ese frío gélido que te paraliza dura unos minutos. Poco después todo queda tranquilo, los nervios se calman. Buscas los objetos más preciados por si faltan.
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Pero no, el olvido no se lleva objetos de valor, solo le roba el valor a los objetos. Toca aquellas cosas que amas y que para ti conservaban un recuerdo imborrable y, una vez tocadas, pierden el encanto. Siguen ahí, sí, en el mismo lugar donde celosamente las guardabas, ahora sin alma.
Aunque no deje tarjeta de visita, sabes que estuvo a tu lado, que la imaginación no te jugó una mala pasada. Notas en cuál de tus objetos valiosos él puso la mano porque no te habla.
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La propia tristeza hace que regreses al balcón: sin mirar atrás, a lomos de un caballo sin montura, puedes ver que se aleja, cabalgando al trote, a robarle el valor a los recuerdos de otra casa.
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Y cuentan que el olvido no duerme, ni descansa.
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Irina, a la luna en punto.