Bajo la sombra de un ala

(Cuentos a la Luna en punto)

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"Yo no tendría ningún interés en escribir si supiera de antemano lo que va a pasar en mis cuentos." Juan Carlos Onetti. "¡Qué alegría ser así dos historias en un cuento!" Jorge Guillén.

martes, 22 de febrero de 2011

El olvido

El olvido llega a lomos de un caballo sin montura. Desde el balcón lo descubres cabalgando, al trote, hacia casa y, aunque aún no estés seguro de si se dirige a la tuya o a la del vecino, algo en tu interior presiente que, para poner en práctica sus hazañas, esta vez, eres tú el elegido.
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No es hora de llantos, debes, cuando llegue, estar preparado para recibirlo. Te apresuras a vestirte y a calzarte, torpemente, por estar presentable al hacerle frente, sin encontrar las ropas adecuadas para un momento tan solemne. Antes de que consigas ataviarte correctamente, el olvido se detiene, desmonta y amarra su caballo a la reja de tu ventana. Ya nadie lo detiene. No queda otra alternativa que esperar su llamada y hacerle frente.
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Pero el olvido ni llama a la puerta, ni tiene rostro. Sin dejarse ver, igual que un fantasma, atraviesa los muros y se cuela en el interior de tu morada. Con un escalofrío en la nuca producido por una mirada sin ojos, adviertes su presencia. Ese frío gélido que te paraliza dura unos minutos. Poco después todo queda tranquilo, los nervios se calman. Buscas los objetos más preciados por si faltan.
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Pero no, el olvido no se lleva objetos de valor, solo le roba el valor a los objetos. Toca aquellas cosas que amas y que para ti conservaban un recuerdo imborrable y, una vez tocadas, pierden el encanto. Siguen ahí, sí, en el mismo lugar donde celosamente las guardabas, ahora sin alma.
Aunque no deje tarjeta de visita, sabes que estuvo a tu lado, que la imaginación no te jugó una mala pasada. Notas en cuál de tus objetos valiosos él puso la mano porque no te habla.
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La propia tristeza hace que regreses al balcón: sin mirar atrás, a lomos de un caballo sin montura, puedes ver que se aleja, cabalgando al trote, a robarle el valor a los recuerdos de otra casa.
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Y cuentan que el olvido no duerme, ni descansa.
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Irina, a la luna en punto.

sábado, 17 de julio de 2010

Esperando el tren

El cuento jamás contado es la historia de una mentira o de un sueño. Un dibujo con pinceladas de noche y de recuerdo, con maletas que esperan en una estación de trenes, con lluvia de invierno.

Al día le había amanecido un cielo sin nubes, sereno. El reloj de la estación marcaba las dos menos diez, a las dos en punto salía el tren y, por primera vez, había llegado con tiempo. Adquirido el billete con antelación, y ya en la estación, no tenía ningún temor a perder el tren de nuevo.

Le extrañó que nadie más que ella esperara en el andén pero, feliz como estaba, ni se paró a pensar que aquello, que ella creía que era el comienzo del viaje, pudiera llegar a ser el fin de un reencuentro.

Pasados los minutos, como una premonición, se cubrió de gris el cielo. Su reloj ya marcaba las dos y diez y, aún así, seguía dichosa; los trenes suelen llegar con retraso. Con las primeras gotas que anunciaron lluvia sacó de su equipaje un paraguas, se sentó en la maleta y siguió sonriendo tan ensimismada en sus pensamientos que ni se dió cuenta de que el agua, aunque era menuda, comenzaba a calarle los huesos. Mientras, en la estación, ningún movimiento de trenes, ni de operarios, ni de viajeros.


Con el equipaje y la ropa empapada, tras media hora larga de espera en la que había tenido suficiente tiempo de dar un repaso a todas sus ilusiones y anhelos, sin saber cómo distraer su iniciada impaciencia, decidió entrar a recepción de viajeros para preguntar al taquillero pero la sala de espera estaba más vacía que la sala de juntas de un castillo en ruinas. Regresó a recoger su equipaje y, deseando ponerse en contacto con quien la esperaba al final del trayecto, marcó un número de teléfono. Una operadora muy amable le comunicó que el número marcado no existía. Marcó de nuevo y la misma voz grabada insistió en que el número era equivocado. A lo lejos, vio como se acercaban, caminando por las vías del tren, dos personas con las que podría hablar. Eran vecinos del pueblo cercano que, bajo la lluvia, daban un paseo. Esperó a que llegaran a su altura para preguntarles. Ellos le informaron que, tanto estación como vías, habían sido cerradas al tráfico ferroviario desde hacía años y que ni siquiera pasaba por allí un mercancías desde entonces. Les dio las gracias, sacó del bolso el billete que había guardado días antes y comprobó que tenía fecha caducada. Era muy probable que el argumento del cuento tratara del viaje, que pudo haber sido, en otro tiempo. Ahora, por aquella estación ya no pasaban trenes y, puesto que nadie la esperaba, sería inútil ir hasta otra. Aturdida, recogió sus maletas y se fue en busca de un taxi que la llevara a casa. Mientras aguardaba, continuó lloviendo.

El reloj del andén marcaba las dos menos diez, a las dos en punto se oyó el silbido de un tren que, circulando a gran velocidad, siguió el camino de hierro sin detenerse.

Irina (a la una en punto).
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lunes, 9 de noviembre de 2009

La escalera (otro cuento).

Para alcanzarle la Luna, una nadería apenas, el escritor de cuentos se había distanciado subiendo y subiendo hacia el último peldaño de la escalera. Hasta el día en que consiguiera alcanzarla, simularía no conocerla.

Ignorante de todo, ella lanzaba preguntas al aire que no traían respuesta.

Cuando recibió la Luna se emocionó tanto que no supo como agradecer el obsequio y se sintió enormemente pequeña. Nunca le habían regalado algo tan esperado y tan bello. Guardarla entre pañuelos de seda, sin poder disfrutarla, igual no fuera una buena idea.

Poder compartirla con quien se la regaló es ahora lo que desea.

Irina (a la Luna en punto)

martes, 7 de julio de 2009

El escritor de cuentos (2)

SEGUNDA PARTE

¡Qué difícil resulta la interpretación de un sueño! - se decía a la vez que dejaba el libro, al azar, entre los otros de la estantería.

Nunca quiso catalogar los libros a pesar de ser muchos los que tenía. Para encontrarlos, en el momento deseado, le bastaba con haberlos ubicado dependiendo del interés y entusiasmo que, al ser adquiridos, le habían despertado pero, esta vez, no acertaba dónde colocarlo. Mientras le asignaba el rincón de cualquier parte, prometió comprarse un buen manual de interpretación de sueños.

Pasaron los años y el libro de cuentos volvió a tropezar con sus manos. Nerviosa, temiendo que pudiera traer hasta su memoria algún recuerdo no demasiado grato, se vació de fantasías y ensueños, se sintió valiente y optó por leerlo. Ya sabía, entonces, que los sueños no deben ser interpretados literalmente porque van cargados de imágenes ambiguas que pueden traducirse de diferentes formas. Aún sabiéndolo y libre de recuerdos que pudieran llevarla a un camino elegido por ella, durante la lectura, pudo reconocerse en alguno de los cuentos.

Daba igual cuál fuera el resultado, decidió ser valiente de nuevo. Tenía que saber si, aquello que pensaba, era o no era cierto. Marcó el número de teléfono del escritor, para preguntarlo, recibiendo la misma respuesta de siempre: silencio.

Se arrepintió poco más tarde creyendo sufrir paranoias, no estaba en sus cabales; era eso. Podía estar padeciendo la enfermedad que afecta a las personas que creen recibir mensajes de los autores en sus obras. Debía, cuanto antes, ponerle remedio acudiendo a un especialista, y lo hizo, pero el doctor, ante ella, opinó que sólo aquel que duda de su propia cordura está cuerdo.

Aliviada por el diagnóstico médico, con su cordura a cuestas, no le queda más respuesta que el tema del tiempo. Fue, acaso, muy probable que el escritor y ella hubieran coincidido en un mismo escalón, al mismo tiempo, y que alguno de los dos se hubiera adelantado o atrasado, ocupado en sus asuntos, perdiendo los pasos del otro. Sí, puede estar en lo cierto.

Desde el nuevo pensamiento, recorre la escalera atentamente por si le encuentra en algún descansillo. Que cuando esto suceda, él quiera reconocerla o no, ese será otro cuento.


Irina (a la Luna en punto)


martes, 23 de junio de 2009

El escritor de cuentos (1)

PRIMERA PARTE

Le conoció en un sueño. De él sabía, al despertar, que escribía cuentos pero, como suele suceder al regreso de los sueños, le era imposible recordar su rostro y lo que, junto a él, había soñado. Sin embargo aquel instante se había posado en su memoria y permaneció, largo tiempo, revoloteando en el recuerdo.

Casi un año más tarde creyó reconocer su cara en la de un escritor que firmaba libros en el centro comercial de su barrio. La memoria se hizo cargo de avivar los recuerdos confirmándoselo.

De inmediato, sin prestar atención al argumento, adquirió el libro que promocionaba y decidió acercarse hasta él para que se lo dedicara. Nerviosa, no encontraba la forma ni el momento. Dudaba si debía hacerlo acompañada del afecto y la dicha que se siente ante la sorpresa del encuentro inesperado de un amigo o, por el contrario, con la simpatía, admiración y respeto que causan los escritores que nos leen, aun sin conocernos.

Mientras, él simulaba estar ocupado repartiendo abiertas sonrisas y largos abrazos a la gente que le era familiar, compartiendo pausadamente historias y proyectos con personas que a ella se le antojaban poco cercanas a su obra, regalando autógrafos a desconocidos, atendiendo al teléfono... Aparentaba no haberla visto nunca a pesar de que la mirada y los pasos, en más de una ocasión, le delataban.

Estaba acompañada por unas amigas que tenían prisa, se le terminaba el tiempo. Optó por aproximarse a él, atropelladamente y no sin miedo. Le pidió que, cuando pudiera, firmara su libro y, a poder ser, se acercara a saludar a las personas que la acompañaban. Él la saludó cortésmente y, sin demasiado entusiasmo, asintió con un gesto.

La espera fue larga, no estuvo libre de admiradores en bastante tiempo. A punto ya de irse, se acercó a saludarlas con simpatía, dejó su autógrafo en el libro y, con una sonrisa de cumplimiento, se disculpó ante ellas con la excusa de que los de la editorial esperaban y debía atenderlos.

Al llegar a casa marcó un número de teléfono y a la voz amable que le respondió le dijo con pena:

- Siento haberte molestado. Tenía que hacerlo, mis amigas hubieran preguntado por qué no iba a saludarte. Recuerda que ellas también estaban presentes en el sueño.

Al otro lado del auricular se escuchó el silencio.


Irina ( a la Luna en punto)


sábado, 20 de junio de 2009

El arce

PRIMERA PARTE

Era martes, el amanecer de un martes cualquiera de un otoño cualquiera. Apenas dibujados los primeros rayos de sol, María paseaba por el parque.

Había ignorado cuál era el extraño poder que la invitaba a comenzar, de esta forma, las mañanas de cada martes de otoño hasta tener constancia de haber nacido, en la primavera de un año bisiesto, un día de lluvia que llevaba el mismo nombre del planeta rojo. Desde aquel momento no volvió a preocuparse, tuvo claro el motivo: somos una pequeña parte del universo, se viene a la vida -se dijo- con una tarea preestablecida, un color predominante que fascina hasta herir la pupila, una estación equivocada... y lo único que hacemos mientras la vivimos es trenzar, constantemente, las mismas mimbres y, como mucho, aprender a pulirlas, mediante la experiencia, con distintos brillos y nuevos contrastes.

Aquella mañana, como tantas antes, el parque estaba solitario. La única música que podía escucharse era la de los últimos perezosos gorriones que se negaban a preparar el invierno permaneciendo en los árboles, la de los surtidores que regaban el césped y la de sus propios pasos caminando hacia adelante. Sin embargo María percibió otra música que jamás había oído antes. Sonaba a lamento de violines, la música que más se asemeja a la voz humana, la oía detrás de ella y, evitando romper el encanto mirando hacia atrás, continuó adelante. Más tarde, tuvo la certeza de que, cuanto más se alejaba, la escuchaba más cerca.

Quizá, y aun sin música, no haya nada tan hermoso como una mañana dorada de otoño en un parque. A pesar de que el día se presentaba cálido, unas ráfagas de viento jugaban con el pelo de María y con las ramas de los árboles. La música se oía cada vez más próxima, entonces decidió girar la cabeza. Detrás de ella sólo había árboles, uno de ellos, un arce que se había engalanado de colores rojos como para ir de fiesta, dejó de mover sus ramas y la música cesó.

- Debí suponerlo, eras tú. ¿Estabas ensayando? ¿En qué orquesta tocas? - Dijo en voz alta María para sacudir el miedo.

- En una de viento ,ja,ja - le respondió el árbol- ¿ Sabes que para confeccionar un violín de los que duran siglos se precisa madera de arce rojo, un buen luthier que realice un trabajo minucioso y un toque mágico?

- No puedes hablar, eres un árbol -dijo ella, asustada y mucho más bajo.

- Eso es lo que pensáis los humanos. Sin embargo, cuando violinistas experimentados nos llevan a sus casas, transformados en violines, dicen que les hablamos.

- Es sólo una metáfora. Y aquí no hay ningún músico...

- El viento es el mejor de los músicos.

- Ya, y tú eres el mejor instrumento, ¿no?

- Ja,ja, sí, pero nada de esto hubiera sido posible sin tu toque mágico.

- Deja de burlarte, eres un árbol, no un humano.

- Tampoco tú eres una maga y empezaste a hacer preguntas. Ya lo sabes si no deseas respuestas, no debes hacer preguntas ni siquiera a un árbol. Ay, los humanos os pensáis con todos los derechos ¿Qué libro llevas en las ramas?

-Se llaman manos.

- ¿Y el libro?

- "Botchan" de Natsume Soseki.

- Un clásico japonés. Es un tipo de "Guardián entre el centeno" pero con profe protagonista al que hacían la vida imposible compañeros insólitos y alumnos asilvestrados. Si aún no lo has leído, espero no habértelo chafado.

- Y tú ¿lo has leído?

- No sé leer, soy un árbol.

Nuevas ráfagas de viento y el arce, ignorando a María, vuelve a hacer sonar su Stradivarius. Ella no se da por vencida, es seguro que cualquier amanecer de un martes cualquiera del próximo otoño regresará para comprobar que ningún luthier se ha encaprichado de su árbol.

SEGUNDA PARTE

Ocho de la mañana, domingo y no un domingo cualquiera, la víspera del día en que María comenzará sus costumbres. Después de un largo verano sin preocupaciones, despierta aletargada y confundida. Atrás quedaron las noches pausadas, los largos desayunos a deshoras, la brisa de la montaña, los viajes. Atrás se dejó la risa. Frente a ella maletas desordenadas, libros sin abrir, promesas sin cumplir, monotonía.

Demasiado temprano para encontrarse con Álvaro, el amigo que sabe sacarla de la rutina. Demasiado vacío el frigorífico para empezar bien el día. Delante de una taza de café sin leche, una tímida sonrisa. Dejará las maletas en desorden para más tarde, bajará al parque a saludar a su arce. Sí, puede que así tenga un buen día.

Alguna ráfaga de viento, lo mismo que aquel día, una nueva sonrisa. Sin precipitación se encamina hacia donde su arce crece y le saluda:

- ¡Buenos días, violinista!

No hay respuesta. Del rostro de María se borra la sonrisa.

- ¡Buenos días, amigo! -insiste, pero nadie le responde buenos días.

A punto de alejarse escucha que alguien dice:

-No se lo tomes en cuenta, está preparando su otoño. Los árboles, como las personas, tenemos también malos días.

- ¿ Y tú, quién eres?

- Yo soy un jacarandá, el árbol de las dos floraciones.

- ¿ Y no te afecta el otoño?

- No tanto como a tu arce. Los jacarandás, a veces, tenemos dos primaveras.

- Entiendo, una de ellas confundida.

- Soy feliz, estoy a punto de florecer de nuevo. Tu arce está ofuscado. Sabe que, a pesar de que aún tiene que llegarle su época más bella, poco después, el viento le hará perder las hojas y eso no le anima. Acabo de decírtelo, los árboles nos comportamos como las personas.

- O las personas como los árboles -añade María. Si puedes comunicarte con él dile que a mí me gustará igual sin hojas que con ellas.

- Se lo diré.

Cabizbaja se aleja a deshacer las maletas e imagina que una amigable racha de viento le devuelve una voz inconfundible:

- No olvides regresar cualquier amanecer de cualquier martes de otoño. Te estaré esperando, María.

Y una nueva esperanza dibuja otra sonrisa.

DESENLACE

Sin haber amanecido aún, el timbre del despertador alerta a María. Se topa con ella misma, se hace un lío, está cansada, no le apetece levantarse. Ha pasado la noche entera caminando, ciega y sorda, nunca muda, por el parque al encuentro de su arce. Desde lejos ha observado como un viento triunfante le hace perder las hojas, no obstante la alfombra roja que abriga sus raíces es hermosa, incluso así, no se ha atrevido a aproximarse. Él, como cada martes que ella lo intenta, continúa distante.

Desperezándose toma una ducha fría, rápida y reconfortante; prepara un café amargo y fuerte para el desayuno; enciende el ruido de la televisión, que anuncia tiempo frío e inestable y montones de desastres, como compañía. Mientras, piensa en cuánto le apetecería quedarse durmiendo hasta más tarde y recuerda la noche vivida, ciega y sorda como ella, que no consiguió acercarle a su arce.

De camino al trabajo su cabeza va llena de preguntas e imágenes. ¿Quién dijo que la esperanza se pinta de verde? La suya fue roja con forma de arce. ¿Quién, los sordos no oyen? Ella escuchó violines en el parque. ¿Quién, que se sueña en negro y blanco? ¿Por qué, entonces, sintió en su retina aquel rojo penetrante?

Cada mañana, para tomar el autobús que la lleva al trabajo, María tiene que atravesar un parque. Cerca del estanque, donde nadan los patos, crecen dos arces. En la mañana del desenlace los mira de reojo, con una abierta sonrisa expectante.

- ¡Buenos días, María! -oye que dice uno de ellos.

- Buenos días, Olmo- le responde.

- ¿Porque me llamas Olmo? Soy Arce.

- No creas, existe mucho olmo disfrazado de arce.

- No entiendo lo que dices.

- Que pases un invierno inmejorable, Arce. ¡Hasta que sientas la primavera y el calor del verano no vuelva a estresarte!

Irina (importado desde el jardín a la Luna en punto)



miércoles, 17 de junio de 2009

La ceguera

En el cole, a la niña que lee con las manos, se la trata como un ser diferente, de una manera especial. Los demás niños la compadecen y se relacionan con ella como si fuera de cristal. La niña que siente con las manos se pone triste y asegura que sólo se rompe cuando se la ignora y se la evita como a un estorbo o cuando nadie, a su lado, tiene necesidad de abrazarla, reír y jugar.

En clase, la profe habló de sentimientos y de sensaciones. Dijo que la realidad está en el cerebro y que las representaciones de la "realidad" son distintas en cada persona. Es el cerebro el que, con ayuda de recuerdos y experiencias, se activa y se encarga de interpretarlas subjetivamente. Es decir que, en realidad, no existe la "realidad". Incluso se atrevió a explicar que tampoco existen los colores y las texturas como tal, por mucho que los pintores se empeñen en plasmarlos en sus lienzos, pero que eso era muy difícil de comprender a esa edad.

Los niños preguntaron si faltando algún sentido el cerebro funcionaba igual.

Ella les contó que una vez tuvo un amigo que no podía ver a través de los ojos, uno de esos amigos que no se olvidan ni se desean olvidar jamás, el cual le hizo ver que lo único que todos, sin excepciones, necesitamos para poner en marcha el complicado mecanismo del cerebro era el afecto. Y que, por eso, era tan necesarias las palabras, los abrazos y las muestras de cariño hacia los demás porque, en caso de ser ignorados por los otros, el cerebro acusaría una ceguera total.

La niña que ve con las manos se sintió feliz y regaló una sonrisa a la maestra al entender que para ella sí tenía identidad. Desde aquel día, en el cole, pudo demostrar que ella, podía ver la primavera y los colores a través de otros ojos y dejó, para todos, de ser de cristal.

Irina (a la Luna en punto)