(Cuentos a la Luna en punto)

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"Yo no tendría ningún interés en escribir si supiera de antemano lo que va a pasar en mis cuentos." Juan Carlos Onetti. "¡Qué alegría ser así dos historias en un cuento!" Jorge Guillén.

sábado, 20 de junio de 2009

El arce

PRIMERA PARTE

Era martes, el amanecer de un martes cualquiera de un otoño cualquiera. Apenas dibujados los primeros rayos de sol, María paseaba por el parque.

Había ignorado cuál era el extraño poder que la invitaba a comenzar, de esta forma, las mañanas de cada martes de otoño hasta tener constancia de haber nacido, en la primavera de un año bisiesto, un día de lluvia que llevaba el mismo nombre del planeta rojo. Desde aquel momento no volvió a preocuparse, tuvo claro el motivo: somos una pequeña parte del universo, se viene a la vida -se dijo- con una tarea preestablecida, un color predominante que fascina hasta herir la pupila, una estación equivocada... y lo único que hacemos mientras la vivimos es trenzar, constantemente, las mismas mimbres y, como mucho, aprender a pulirlas, mediante la experiencia, con distintos brillos y nuevos contrastes.

Aquella mañana, como tantas antes, el parque estaba solitario. La única música que podía escucharse era la de los últimos perezosos gorriones que se negaban a preparar el invierno permaneciendo en los árboles, la de los surtidores que regaban el césped y la de sus propios pasos caminando hacia adelante. Sin embargo María percibió otra música que jamás había oído antes. Sonaba a lamento de violines, la música que más se asemeja a la voz humana, la oía detrás de ella y, evitando romper el encanto mirando hacia atrás, continuó adelante. Más tarde, tuvo la certeza de que, cuanto más se alejaba, la escuchaba más cerca.

Quizá, y aun sin música, no haya nada tan hermoso como una mañana dorada de otoño en un parque. A pesar de que el día se presentaba cálido, unas ráfagas de viento jugaban con el pelo de María y con las ramas de los árboles. La música se oía cada vez más próxima, entonces decidió girar la cabeza. Detrás de ella sólo había árboles, uno de ellos, un arce que se había engalanado de colores rojos como para ir de fiesta, dejó de mover sus ramas y la música cesó.

- Debí suponerlo, eras tú. ¿Estabas ensayando? ¿En qué orquesta tocas? - Dijo en voz alta María para sacudir el miedo.

- En una de viento ,ja,ja - le respondió el árbol- ¿ Sabes que para confeccionar un violín de los que duran siglos se precisa madera de arce rojo, un buen luthier que realice un trabajo minucioso y un toque mágico?

- No puedes hablar, eres un árbol -dijo ella, asustada y mucho más bajo.

- Eso es lo que pensáis los humanos. Sin embargo, cuando violinistas experimentados nos llevan a sus casas, transformados en violines, dicen que les hablamos.

- Es sólo una metáfora. Y aquí no hay ningún músico...

- El viento es el mejor de los músicos.

- Ya, y tú eres el mejor instrumento, ¿no?

- Ja,ja, sí, pero nada de esto hubiera sido posible sin tu toque mágico.

- Deja de burlarte, eres un árbol, no un humano.

- Tampoco tú eres una maga y empezaste a hacer preguntas. Ya lo sabes si no deseas respuestas, no debes hacer preguntas ni siquiera a un árbol. Ay, los humanos os pensáis con todos los derechos ¿Qué libro llevas en las ramas?

-Se llaman manos.

- ¿Y el libro?

- "Botchan" de Natsume Soseki.

- Un clásico japonés. Es un tipo de "Guardián entre el centeno" pero con profe protagonista al que hacían la vida imposible compañeros insólitos y alumnos asilvestrados. Si aún no lo has leído, espero no habértelo chafado.

- Y tú ¿lo has leído?

- No sé leer, soy un árbol.

Nuevas ráfagas de viento y el arce, ignorando a María, vuelve a hacer sonar su Stradivarius. Ella no se da por vencida, es seguro que cualquier amanecer de un martes cualquiera del próximo otoño regresará para comprobar que ningún luthier se ha encaprichado de su árbol.

SEGUNDA PARTE

Ocho de la mañana, domingo y no un domingo cualquiera, la víspera del día en que María comenzará sus costumbres. Después de un largo verano sin preocupaciones, despierta aletargada y confundida. Atrás quedaron las noches pausadas, los largos desayunos a deshoras, la brisa de la montaña, los viajes. Atrás se dejó la risa. Frente a ella maletas desordenadas, libros sin abrir, promesas sin cumplir, monotonía.

Demasiado temprano para encontrarse con Álvaro, el amigo que sabe sacarla de la rutina. Demasiado vacío el frigorífico para empezar bien el día. Delante de una taza de café sin leche, una tímida sonrisa. Dejará las maletas en desorden para más tarde, bajará al parque a saludar a su arce. Sí, puede que así tenga un buen día.

Alguna ráfaga de viento, lo mismo que aquel día, una nueva sonrisa. Sin precipitación se encamina hacia donde su arce crece y le saluda:

- ¡Buenos días, violinista!

No hay respuesta. Del rostro de María se borra la sonrisa.

- ¡Buenos días, amigo! -insiste, pero nadie le responde buenos días.

A punto de alejarse escucha que alguien dice:

-No se lo tomes en cuenta, está preparando su otoño. Los árboles, como las personas, tenemos también malos días.

- ¿ Y tú, quién eres?

- Yo soy un jacarandá, el árbol de las dos floraciones.

- ¿ Y no te afecta el otoño?

- No tanto como a tu arce. Los jacarandás, a veces, tenemos dos primaveras.

- Entiendo, una de ellas confundida.

- Soy feliz, estoy a punto de florecer de nuevo. Tu arce está ofuscado. Sabe que, a pesar de que aún tiene que llegarle su época más bella, poco después, el viento le hará perder las hojas y eso no le anima. Acabo de decírtelo, los árboles nos comportamos como las personas.

- O las personas como los árboles -añade María. Si puedes comunicarte con él dile que a mí me gustará igual sin hojas que con ellas.

- Se lo diré.

Cabizbaja se aleja a deshacer las maletas e imagina que una amigable racha de viento le devuelve una voz inconfundible:

- No olvides regresar cualquier amanecer de cualquier martes de otoño. Te estaré esperando, María.

Y una nueva esperanza dibuja otra sonrisa.

DESENLACE

Sin haber amanecido aún, el timbre del despertador alerta a María. Se topa con ella misma, se hace un lío, está cansada, no le apetece levantarse. Ha pasado la noche entera caminando, ciega y sorda, nunca muda, por el parque al encuentro de su arce. Desde lejos ha observado como un viento triunfante le hace perder las hojas, no obstante la alfombra roja que abriga sus raíces es hermosa, incluso así, no se ha atrevido a aproximarse. Él, como cada martes que ella lo intenta, continúa distante.

Desperezándose toma una ducha fría, rápida y reconfortante; prepara un café amargo y fuerte para el desayuno; enciende el ruido de la televisión, que anuncia tiempo frío e inestable y montones de desastres, como compañía. Mientras, piensa en cuánto le apetecería quedarse durmiendo hasta más tarde y recuerda la noche vivida, ciega y sorda como ella, que no consiguió acercarle a su arce.

De camino al trabajo su cabeza va llena de preguntas e imágenes. ¿Quién dijo que la esperanza se pinta de verde? La suya fue roja con forma de arce. ¿Quién, los sordos no oyen? Ella escuchó violines en el parque. ¿Quién, que se sueña en negro y blanco? ¿Por qué, entonces, sintió en su retina aquel rojo penetrante?

Cada mañana, para tomar el autobús que la lleva al trabajo, María tiene que atravesar un parque. Cerca del estanque, donde nadan los patos, crecen dos arces. En la mañana del desenlace los mira de reojo, con una abierta sonrisa expectante.

- ¡Buenos días, María! -oye que dice uno de ellos.

- Buenos días, Olmo- le responde.

- ¿Porque me llamas Olmo? Soy Arce.

- No creas, existe mucho olmo disfrazado de arce.

- No entiendo lo que dices.

- Que pases un invierno inmejorable, Arce. ¡Hasta que sientas la primavera y el calor del verano no vuelva a estresarte!

Irina (importado desde el jardín a la Luna en punto)



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